Cuando el corazón se rompe.
Existen momentos en la vida de cualquier persona en que todo pierde sentido.
Hasta las cosas más triviales se ven de otra manera porque todo está condicionado por el estado de ánimo.
Tendemos a rodearnos de personas afines a nosotros, ya sea en condición social, en aficiones o en orígenes.
Ansiamos desesperadamente compartir algo y para ello buscamos bases comunes.
No siempre funciona.
Entonces es cuando empieza el autoengaño.
Nos intentamos convencer a nosotros mismos de todo aquello que vemos con claridad en los demás.
Así que no se nos ocurre nada mejor que disfrazar la realidad, extender cortinas de humo que permitan no ver nítidamente lo que no nos conviene ver.
Son comportamientos conocidos, criticados, y sin embargo, reiterados.
Con el transcurrir de los años nos intentamos autoconvencer de que la experiencia nos hará más fuertes y podremos hacerles frente, pero no es así.
Me rompieron el corazón hace unos años.
Aún no entiendo muy bien cómo ni por qué pero fue un acto que tendrá consecuencias durante el resto de mis días.
El mejor símil que encuentro es comparar mi corazón a un jarrón o cualquier otra porcelana.
Como esa figurita que tiene mamá en el mueble del recibidor.
Se cae una vez por un golpe tonto y pensamos ¡uf! Casi!!!
Pero qué bien, no se ha roto….
Pero se vuelve a caer.
Y pasa un tiempo y alguien la roza y la empuja sin querer, y otra vez va a parar al suelo.
En alguna de esas caídas se le empieza a caer el esmalte.
En las siguientes, aunque aparentemente está exactamente igual, su estructura interna se ha vuelto más frágil y cada golpe sucesivo tiene mayores consecuencias.
Así que la siguiente vez, se rompe un trozo o dos.
Y ya llega ese momento en el que se rompe en muchos, muchísimos pedacitos muy pequeños.
Como le tenemos mucho cariño ya que al fin y al cabo lleva con nosotros toda la vida, cogemos ese pegamento tan anunciado en la televisión, que todo lo repara y todo lo pega.
Intentamos reparar lo irreparable.
Conseguimos recomponer el puzzle.
Pero ya nunca vuelve a ser lo mismo.
Tiene un montón de cicatrices e incluso hay pedazos que no encajan.
Y lo peor de todo es que sabemos que es inevitable que el siguiente golpe, por muy pequeño que sea, lo haga añicos otra vez.
En ese punto estoy yo.
Una vez me rompieron el corazón en 1.000 añicos.
Y temo el siguiente pequeño golpe que desencadene el despiece una vez más.
Hasta las cosas más triviales se ven de otra manera porque todo está condicionado por el estado de ánimo.
Tendemos a rodearnos de personas afines a nosotros, ya sea en condición social, en aficiones o en orígenes.
Ansiamos desesperadamente compartir algo y para ello buscamos bases comunes.
No siempre funciona.
Entonces es cuando empieza el autoengaño.
Nos intentamos convencer a nosotros mismos de todo aquello que vemos con claridad en los demás.
Así que no se nos ocurre nada mejor que disfrazar la realidad, extender cortinas de humo que permitan no ver nítidamente lo que no nos conviene ver.
Son comportamientos conocidos, criticados, y sin embargo, reiterados.
Con el transcurrir de los años nos intentamos autoconvencer de que la experiencia nos hará más fuertes y podremos hacerles frente, pero no es así.
Me rompieron el corazón hace unos años.
Aún no entiendo muy bien cómo ni por qué pero fue un acto que tendrá consecuencias durante el resto de mis días.
El mejor símil que encuentro es comparar mi corazón a un jarrón o cualquier otra porcelana.
Como esa figurita que tiene mamá en el mueble del recibidor.
Se cae una vez por un golpe tonto y pensamos ¡uf! Casi!!!
Pero qué bien, no se ha roto….
Pero se vuelve a caer.
Y pasa un tiempo y alguien la roza y la empuja sin querer, y otra vez va a parar al suelo.
En alguna de esas caídas se le empieza a caer el esmalte.
En las siguientes, aunque aparentemente está exactamente igual, su estructura interna se ha vuelto más frágil y cada golpe sucesivo tiene mayores consecuencias.
Así que la siguiente vez, se rompe un trozo o dos.
Y ya llega ese momento en el que se rompe en muchos, muchísimos pedacitos muy pequeños.
Como le tenemos mucho cariño ya que al fin y al cabo lleva con nosotros toda la vida, cogemos ese pegamento tan anunciado en la televisión, que todo lo repara y todo lo pega.
Intentamos reparar lo irreparable.
Conseguimos recomponer el puzzle.
Pero ya nunca vuelve a ser lo mismo.
Tiene un montón de cicatrices e incluso hay pedazos que no encajan.
Y lo peor de todo es que sabemos que es inevitable que el siguiente golpe, por muy pequeño que sea, lo haga añicos otra vez.
En ese punto estoy yo.
Una vez me rompieron el corazón en 1.000 añicos.
Y temo el siguiente pequeño golpe que desencadene el despiece una vez más.
A mi una vez también me rompieron el corazón. Pero en vez de venirme abajo, penicorto ni perezoso bajé a la calle y me fui a la tienda de la esquina. Allí compré un corazón igualito igualito al que tenía antes del "accidente". ¡Hay que ver, es que estos chinorris venden de to!
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